por Fernando Momo
Corren tiempos curiosos para la argumentación política.
Corren tiempos curiosos para la argumentación política.
Los periodistas y analistas que
apoyan al actual gobierno nacional y su “modelo” pasan de una defensa
pragmática del modelo extractivista, llámese Vaca Muerta o La Lumbrera o la soja
transgénica, basados en que “la
Argentina necesita energía” (o minerales, o materia prima) a
un repentino ecologismo militante porque “la pastera contamina el río y arruina
el agua, un recurso estratégico”.
Por su parte, los medios opositores
(y en muchos casos golpistas), fluctúan entre una crítica, a veces profunda y
bien fundada, al extractivismo del modelo (véase por ejemplo la reciente nota
de La Nación “Recursos
naturales: el costo invisible del modelo” por Steven Levitsky el 6 de
octubre) y una descalificación de los argumentos argentinos en el tema de la
pastera, señalando que en Argentina hay muchas pasteras y son peores que la ex
Botnia y que Uruguay viene plantando árboles hace 30 años “como política de
estado”.
¿Se puede despejar un poco esta
humareda argumentativa y fijar una posición coherente?
Empecemos por la supuesta política
de estado uruguaya. ¿Puede calificarse así el hecho de plantar muchos árboles
para dejar el uso del recurso, el manejo del suelo, la producción y la
comercialización, con supuesto valor agregado, en manos de una empresa
multinacional a cambio de unas ganancias más que marginales? ¿Cuántos
carpinteros hay en Uruguay? ¿Cuántas pequeñas y medianas empresas de
construcción podrían haberse desarrollado en treinta años a partir del uso de
la madera? ¿cuántas fábricas de mangos para herramientas? Constituirse en un
proveedor continental de muebles populares, de distintos tipos de aglomerado,
de madera procesada para la construcción, de mangos, hasta de escarbadientes y
fósforos, hubiese podido calificarse de “política de estado”. Sobre todo porque
se trata de actividades culturalmente arraigadas, de escala pequeña y mediana,
que dan muchos puestos de trabajo, que integran la economía, que son ambientalmente
sustentables. Regalarle la pasta de celulosa a unos piratas sin escrúpulos y
planearlo con treinta años de anticipación, más que política de estado parece
un acto de cipayismo y comodidad. Y esto sin pensar mal de quienes armaron ese
negocio desde el estado.
¿Y por casa? A esta altura, no se
puede seguir sosteniendo que se necesita energía sin decir para qué, cómo se va
a usar, cómo se va a administrar, quiénes serán los beneficiados y quienes
pagarán los costos sociales y ambientales de esos usos. Pareciera que, dados los indudables beneficios
obtenidos en la última década en términos de inclusión social, posibilidades de
trabajo y derechos civiles, el camino a seguir es el de la expansión continua
del modelo en los términos del más pueril desarrollismo. Desafortunadamente,
las leyes de la energía y la entropía condicionan y restringen la expansión de
la economía. La única forma de preservar los beneficios sociales de estas
etapas de crecimiento (los famosos “shocks” keinesianos) es reformulando el modelo
de crecimiento hacia un sistema que mantenga el bienestar pero frene la
expansión. El punto difícil aquí es que, para hacer eso, se necesita
redistribuir la riqueza y construir una cultura energéticamente más frugal.
¿Para qué queremos más y más energía? ¿Para iluminar paseos de compras más
grandes o para dar mejor alumbrado público a los pueblos del interior? ¿Para
mejorar las cadenas de frío de alimentos y vacunas o para poner a máxima
potencia los equipos de aire acondicionado en lugar de abrir las ventanas o
modificar los horarios de trabajo?
Todas estas cuestiones son
prolijamente soslayadas por los analistas oficiales de turno.
Pero, ¿cómo entra en este
razonamiento el Código de Ordenamiento Urbano (COU) de Luján? Muy sencillo. Se
trata de una herramienta estratégica, que define mucho más que el uso del suelo
en un mapa. Antes que eso, define prioridades y estilos de desarrollo. Una
ciudad con más barrios cerrados y más clubes de campo y más especulación
inmobiliaria y más déficit habitacional combinado con ofertas de propiedad
horizontal suntuaria, es una ciudad con mayor desigualdad, más inseguridad
(como siempre que hay injusticia combinada con ostentación), más exclusión y
desintegración cultural. Una ciudad donde no se planifica ni regula el uso del
agua subterránea, el destino de los efluentes domiciliarios e industriales, la
protección de los suelos productivos y su uso para generar seguridad
alimentaria local y regional, será una ciudad con hambre y sed. Una ciudad
donde no hay espacios públicos comunes para el esparcimiento, la expresión, el
deporte, será una ciudad sin entendimiento, sin integración, sin arte popular.
Una ciudad donde se multiplican los comercios más rápido que los talleres,
donde se invierte más en propaganda que en salud pública, donde se imponen
patrones consumistas y no se escuchan las necesidades del pueblo más humilde,
será una ciudad violenta.
Una herramienta como el COU, con
todo lo que representa, sólo puede surgir del debate público. Y estructurar y
canalizar ese debate, ampliarlo y democratizarlo, transformarlo en decisiones y
normas, es una política de estado. En este caso, del estado municipal que es el
que tiene el contacto más directo con la fuente de su legitimidad y de su
soberanía.
Esto no es nuevo. Se ha pensado
desde los orígenes de la política como herramienta del campo popular. Véase
sino esta cita:
“Cuando un hombre está en el
poder, necesita el consejo, el apoyo, el cariño y el aliento de sus gobernados,
que han de ser sus amigos, no sus vasallos; pero si ese hombre se olvida que se
debe al pueblo y no respeta derechos ni constituciones, el pueblo tiene la
obligación de recordarle los deberes de la altura, e imponer su soberanía, si
no por la razón, por la fuerza.” (Leandro N. Alem, Agosto de 1890)
Leo, como estas? Necesitaría comunicarme con vos. Como podríamos hacer? Muchas Gracias!
ResponderEliminarSaluds!
Perdon, recien veo este comentario! podes escribirme a leo.andres.de.marco@gmail.com
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